JUDIT



El año doce del reinado de Nabucodonosor, que reinó sobre los asirios en la gran ciudad de Nínive, Arfaxad, que reinaba en aquel tiempo sobre los medos, en Ecbátana, rodeó esta ciudad con un muro de piedras de sillería que tenían tres codos de anchura y seis codos de longitud, dando al muro una altura de setenta codos y una anchura de cincuenta. Alzó torres de cien codos junto a las puertas, siendo la anchura de sus cimientos sesenta codos. Las puertas se elevaban a setenta codos de altura, con una anchura de cuarenta codos, para permitir la salida de sus fuerzas y el desfile ordenado de la infantería. Por aquellos días, el rey Nabucodonosor libró batallas contra el rey Arfaxad, en la gran llanura que está en el territorio de Ragáu. Se le unieron todos los habitantes de las montañas, todos los habitantes de Éufrates, del Tigris y del Hidaspes y los de la llanura de Arioj, rey de Elam. Se congregaron, pues, muchos pueblos, para combatir a los hijos de Jeleúd. Envió, además, Nabucodonosor, rey de Asiria, mensajeros a todos los habitantes de Persia, y a todos los habitantes de Occidente: a los de Cilicia, Damasco, el Líbano y el Antilíbano, y a todos los que viven en el litoral, a todos los pueblos del Carmelo y Galaad, de la Galilea superior y de la gran llanura de Esdrelón, a todos los de Samaría y sus ciudades, y a los del otro lado del Jordán, hasta Jerusalén, Batanea, Jelús, Cadés, el río de Egipto, Tafnes, Remeses y toda la tierra de Gósem, y hasta más arriba de Tanis y Menfis, a todos los habitantes de Egipto, hasta los confines de Etiopía. Pero los moradores de toda aquella tierra despreciaron el mensaje de Nabucodonosor, rey de los asirios, y no quisieron ir con él a la guerra, pues no le temían, sino que le consideraban un hombre sin apoyo. Así que despidieron a los mensajeros de vacío y afrentados. Nabucodonosor experimentó una gran cólera contra toda aquella tierra y juró por su trono y por su reino que tomaría venganza y pasaría a cuchillo todo el territorio de Cilicia, Damasco y Siria, y a todos los habitantes de Moab, a los ammonitas, a toda la Judea y a todos los de Egipto, hasta los confines de los dos mares. El año diecisiete libró batalla con su ejército contra el rey Arfaxad; le derrotó en el combate, poniendo en fuga a todas las fuerzas de Arfaxad, a toda su caballería y a todos sus carros; se apoderó de sus ciudades, llegó hasta Ecbátana, ocupó sus torres, devastó sus calles y convirtió en afrenta su hermosura. Alcanzó a Arfaxad en las montañas de Ragáu, lo atravesó con sus lanzas y le destruyó para siempre. Luego regresó con sus soldados y con una inmensa multitud de gente armada que se les había agregado. Y se quedó allí con su ejército, viviendo en la molicie, durante 120 días. El año dieciocho, el día veintidós del primer mes, se celebró consejo en el palacio de Nabucodonosor, rey de Asiria, en orden a la venganza que había de tomarse a toda aquella tierra, tal como lo había anunciado. Convocó a todos sus ministros y a todos sus magnates y expuso ante ellos su secreto designio, decidiendo con su propia boca la total desgracia de aquella tierra. Y ellos sentenciaron que debía ser destruida toda carne que no había escuchado las palabras de su boca. Acabado el consejo, Nabucodonosor, rey de Asiria, llamó a Holofernes, jefe supremo del ejército y segundo suyo, y le dijo: «Así dice el gran rey, señor de toda la tierra: Parte de junto a mí. Toma contigo hombres de valor probado, unos 120.000 infantes y una gran cantidad de caballos, con 12.000 jinetes; marcha contra toda la tierra de occidente, pues no escucharon las palabras de mi boca. Ordénales que pongan a tu disposición tierra y agua, porque partiré airado contra ellos y cubriré toda la superficie de la tierra con los pies de mis soldados, a los que entregaré el país como botín. Sus heridos llenarán sus barrancos; sus ríos y torrentes, repletos todos de cadáveres, se desbordarán; y los deportaré hasta los confines de la tierra. Parte, pues, y comienza por apoderarte de su territorio. Si se rinden a ti, resérvamelos para el día de su vergüenza. Pero que no perdone tu ojo a los rebeldes. Entrégalos a la muerte y al saqueo en todo el país conquistado. Porque, por mi vida y por el poderío de mi reino, como lo he dicho, lo cumpliré por mi propia mano. Por tu parte, no traspases ni una sola de las órdenes de tu señor; las cumplirás estrictamente, sin tardanza, tal como te lo he mandado.» En saliendo Holofernes de la presencia de su señor, convocó a todos los príncipes, jefes y capitanes del ejército asirio, y eligió a los hombres más selectos para la guerra, como lo había ordenado su señor: unos 120.000 hombres, más 12.000 arqueros a caballo, y los puso en orden de combate, como se ordena una multitud para la batalla. Tomó una gran cantidad de camellos, asnos y mulas para el bagage e incontable número de ovejas, bueyes y cabras para el avituallamiento; provisiones abundantes para cada hombre y muchísimo oro y plata de la casa real. Se puso luego Holofernes en camino con todo su ejército para preceder al rey Nabucodonosor y para cubrir toda la superficie de la tierra de occidente con sus carros, sus caballos y sus mejores infantes. Se les agregó una multitud tan numerosa como la langosta y como la arena de la tierra, que les seguía en tan gran número que no se podía calcular. Se alejaron de Nínive tres jornadas de camino hasta la llanura de Bektilez, y acamparon junto a Bektilez, cerca del monte que está a la izquierda de la Cilicia superior. Tomó todo su ejército, infantes, jinetes y carros, y partió de allí hacia la montaña. Desbarató a Put y Lud, devastó a todos los hijos de Rassis y a los hijos de Ismael que están al borde del desierto, al sur de Jeleón, atravesó el Éufrates, recorrió Mesopotamia, arrasó todas las ciudades altas que dominan el torrente Abroná y llegó hasta el mar. Se apoderó del territorio de Cilicia y, derrotando a cuantos se le oponían, alcanzó la frontera de Jafet por el sur, frente a Arabia. Cercó a todos los madianitas, incendió sus tiendas y saqueó sus aduares; descendió hacia la llanura de Damasco, al tiempo de la siega del trigo, incendió todos sus cultivos, exterminó sus rebaños de ovejas y bueyes, saqueó sus ciudades, devastó sus campos y pasó a cuchillo a todos sus jóvenes. Temor y espanto de él cayó sobre todos los habitantes del litoral. Los de Sidón y Tiro, los habitantes de Sur y Okina, los de Yamnia, Azoto y Ascalón temblaron ante él. Entonces le enviaron mensajeros para decirle en son de paz: «Nosotros, siervos del gran rey Nabucodonosor, nos postramos ante ti. Trátanos como mejor te parezca. Nuestras granjas y todo nuestro territorio, nuestros campos de trigo, los rebaños de ovejas y bueyes, todas las majadas de nuestros campamentos, están a tu disposición. Haz con ellos lo que quieras. También nuestras ciudades y los que las habitan son siervos tuyos. Ven, dirígete a ellas y haz lo que te parezca bien.» Los enviados se presentaron ante Holofernes y le comunicaron estas palabras. Entonces él bajó con todo su ejército al litoral, puso guarniciones en las ciudades altas, y les tomó los mejores hombres en calidad de tropas auxiliares. Los habitantes de las ciudades y todos los de los contornos salieron a recibirle con coronas y danzando al son de tambores. Él saqueó sus santuarios y taló sus bosques sagrados, pues había recibido la orden de destruir todas las divinidades del país para que todas las gentes adorasen únicamente a Nabucodonosor y todas las lenguas y todas las tribus le proclamasen dios. Llegó después frente a Esdrelón, junto a Dotán, que está ante la gran sierra montañosa de Judea, acamparon entre Gueba y Escitópolis y se detuvo allí un mes, haciendo acopio de provisiones para su ejército. Los israelitas que habitaban en Judea oyeron todo cuanto Holofernes, jefe supremo del ejército de Nabucodonosor, rey de Asiria, había hecho con todas las naciones: cómo había saqueado sus templos y los había destruido, y tuvieron gran miedo ante él, temblando por la suerte de Jerusalén y por el Templo del Señor su Dios, pues hacía poco que habían vuelto del destierro y apenas si acababa de reunirse el pueblo de Judea y de ser consagrados el mobiliario, el altar y el Templo profanados. Pusieron, pues, sobre aviso a toda la región de Samaría, a Koná, Bet Jorón, Belmáin, Jericó, y también Joba, Esorá y el valle de Salem, y ocuparon con tiempo todas las alturas de las montañas más elevadas, fortificaron los poblados que había en ellas e hicieron provisiones con vistas a la guerra, pues tenían reciente la cosecha de los campos. El sumo sacerdote Yoyaquim, que estaba entonces en Jerusalén, escribió a los habitantes de Betulia y Betomestáin, que está frente a Esdrelón, a la entrada de la llanura cercana a Dotán, ordenándoles que tomaran posiciones en las subidas de la montaña que dan acceso a Judea, pues era fácil detener allí a los atacantes por la angostura del paso que sólo permite avanzar dos hombres de frente. Los israelitas cumplieron la orden del sumo sacerdote Yoyaquim y del Consejo de Ancianos de todo el pueblo de Israel que se encontraba en Jerusalén. Todos los hombres de Israel clamaron a Dios con gran fervor, y con gran fervor se humillaron; y ellos, sus mujeres, sus hijos y sus ganados, los forasteros residentes, los jornaleros y los esclavos, se ciñeron de sayal. Todos los hombres, mujeres y niños de Israel que habitaban en Jerusalén se postraron ante el Templo, cubrieron de ceniza sus cabezas y extendieron las manos ante el Señor. Cubrieron el altar de saco y clamaron insistentemente, todos a una, al Dios de Israel, para que no entregase sus hijos al saqueo, sus mujeres al pillaje, las ciudades de su herencia a la destrucción y las cosas santas a la profanación y al ludibrio, para mofa de los gentiles. El Señor oyó su voz y vio su angustia. El pueblo ayunó largos días en toda Judea y en Jerusalén, ante el santuario del Señor Omnipotente. El sumo sacerdote Yoyaquim y todos los que estaban delante del Señor, sacerdotes y ministros del Señor, ceñidos de sayal, ofrecían el holocausto perpetuo, las oraciones y las ofrendas voluntarias del pueblo, y con la tiara cubierta de ceniza clamaban al Señor con todas sus fuerzas para que velara benignamente por toda la casa de Israel. Se dio aviso a Holofernes, jefe supremo del ejército asirio, de que los israelitas se habían preparado para la guerra, que habían cerrado los pasos de las montañas, fortificado todas las alturas de los montes elevados y puesto obstáculos en las llanuras. Esto le irritó sobremanera, y mandó llamar a todos los jefes de Moab, a los generales de Ammón y a todos los sátrapas del litoral, les dijo: «Hijos de Canaán, hacedme saber quién es este pueblo establecido en la montaña, qué ciudades habita, cuál es la importancia de su ejército y en qué estriba su poder y su fuerza, qué rey está a su frente y manda a sus soldados, y por qué, a diferencia de todos los demás pueblos de occidente, han desdeñado salir a recibirme.» Entonces Ajior, general de todos los ammonitas, le dijo: «Escuche mi señor las palabras de la boca de tu siervo y te diré la verdad sobre este pueblo que habita esta montaña junto a la que te encuentras. No saldrá mentira de la boca de tu siervo. Este pueblo desciende de los caldeos. Al principio se fueron a residir a Mesopotamia, porque no quisieron seguir a los dioses de sus padres, que vivían en Caldea. Se apartaron del camino de sus padres y adoraron al Dios del Cielo, al Dios que habían reconocido. Por eso les arrojaron de la presencia de sus dioses y ellos se refugiaron en Mesopotamia, donde residieron por mucho tiempo. Su Dios les ordenó salir de su casa y marchar a la tierra de Canaán; se establecieron en ella y fueron colmados de oro, de plata y de gran cantidad de ganado. Bajaron después a Egipto, porque el hambre se extendió sobre la superficie de la tierra de Canaán, y permanecieron allí mientras tuvieron alimentos. Allí se hicieron muy numerosos, de modo que no se podía contar a los de su raza. Pero el rey de Egipto se alzó contra ellos y los engañó con el trabajo de los ladrillos, los humilló y los redujo a esclavitud. Clamaron a su Dios, que castigó la tierra de Egipto con plagas incurables. Los egipcios, entonces, los arrojaron lejos de sí. Dios secó a su paso el mar Rojo, y los condujo por el camino del Sinaí y Cadés Barnea. Arrojaron a todos los moradores del desierto, se establecieron en el país de los amorreos y aniquilaron por la fuerza a todos los jesbonitas. Pasaron el Jordán y se apoderaron de toda la montaña, expulsaron ante ellos al cananeo, al perizita, al jebuseo, a los siquemitas y a todos los guirgasitas, y habitaron allí por mucho tiempo. Mientras no pecaron contra su Dios vivieron en prosperidad, porque está en medio de ellos un Dios que odia la iniquidad. Pero cuando se apartaron del camino que les había impuesto, fueron duramente aniquilados por múltiples guerras, y deportados a tierra extraña; el Templo de su Dios fue arrasado y sus ciudades cayeron en poder de sus adversarios. Pero ahora, habiéndose convertido a su Dios, han vuelto de los diversos lugares en que habían sido dispersados, han tomado posesión de Jerusalén, donde se encuentra su santuario, y se han establecido en la montaña que había quedado desierta. Así pues, dueño y señor, si hay algún extravío en este pueblo, si han pecado contra su Dios, y vemos que hay en ellos alguna causa de ruina, subamos y ataquémoslos. Pero si no hay iniquidad en esa gente, que mi señor se detenga, no sea que su Dios y Señor les proteja con su escudo y nos hagamos nosotros la irrisión de toda la tierra.» En acabando de decir Ajior todas estas palabras, se alzó un murmullo entre toda la gente que estaba en torno de la tienda, y los magnates de Holofernes y los habitantes de la costa y de Moab hablaron de despedazarle. «¡No tememos a los israelitas! No son gente que tenga fuerza ni vigor para un encuentro violento. ¡Subamos y serán un bocado para todo tu ejército, señor, Holofernes!» Calmado el tumulto provocado por los hombres que estaban en torno al Consejo. Holofernes, jefe supremo del ejército de Asiria, dijo a Ajior delante de todos los pueblos extranjeros y de los moabitas: «¿Quién eres tú, Ajior, y quiénes los mercenarios de Ammón, que te permites hoy lanzar profecías entre nosotros y nos aconsejas que no luchemos contra esta ralea de Israel, porque su Dios los cubrirá con su escudo? ¿Qué otro dios hay fuera de Nabucodonosor? Éste enviará su fuerza y los aniquilará de sobre la faz de la tierra, sin que su Dios pueda librarlos. Nosotros, sus siervos, los batiremos como si fueran sólo un hombre, y no podrán resistir el empuje de nuestros caballos. Los pasaremos a fuego sin distinción. Sus montes se embriagarán de su sangre y sus llanuras se colmarán con sus cadáveres. No podrán mantenerse a pie firme ante nosotros y serán totalmente destruidos, dice el rey Nabucodonosor, señor de toda la tierra. Porque lo ha dicho y no quedarán sin cumplimiento sus palabras. Cuanto a ti, Ajior, mercenario ammonita, que has dicho estas palabras el día de tu iniquidad, a partir de ahora no verás ya mi rostro hasta el día en que tome venganza de esa ralea venida de Egipto. Entonces, el hierro de mis soldados y la lanza de mis servidores te atravesará los costados y caerás junto a sus heridos, cuando yo me revuelva contra ellos. Mis servidores te van a llevar a la montaña y te van a dejar en una de las ciudades que están en las subidas. No perecerás sino cuando seas aniquilado justo con ellos. Y no muestres un rostro tan abatido ya que en tu corazón esperas que no serán conquistados. Así lo digo y no dejará de cumplirse ni una sola de mis palabras.» Holofernes ordenó a los servidores que estaban al servicio de su tienda que tomasen a Ajior, lo llevasen a Betulia y lo entregasen en manos de los israelitas. Los servidores le agarraron y le condujeron fuera del campamento, a la llanura; y de la llanura abierta pasaron a la región montañosa, alcanzando las fuentes que había al pie de Betulia. Cuando los hombres de la ciudad los divisaron desde la cumbre del monte, corrieron a las armas y salieron fuera de la ciudad, a la cumbre del monte, mientras los honderos dominaban la subida y disparaban sus piedras contra ellos. Entonces los asirios se deslizaron al pie del monte, ataron a Ajior, lo dejaron tendido en la falda y se volvieron donde su señor. Los israelitas bajaron de su ciudad, se acercaron y desatándole le llevaron a Betulia y le presentaron a los jefes de la ciudad, que en aquel tiempo eran Ozías, hijo de Miqueas, de la tribu de Simeón, Jabrís, hijo de Gotoniel, y Jarmís, hijo de Melkiel. Éstos mandaron convocar a todos los ancianos de la ciudad. Se unieron también a la asamblea todos los jóvenes y las mujeres; pusieron a Ajior en medio de todo el pueblo y Ozías le interrogó acerca de lo sucedido. Ajior respondió narrándoles las deliberaciones habidas en el Consejo de Holofernes, todas las cosas que él mismo había dicho delante de todos los jefes de los asirios y las bravatas que Holofernes había proferido contra la casa de Israel. Entonces el pueblo se postró, adoró a Dios y clamó: «Señor, Dios del cielo, mira su soberbia, compadécete de la humillación de nuestra raza y mira con piedad el rostro de los que te están consagrados». Después dieron ánimos a Ajior y le felicitaron calurosamente, y a la salida de la asamblea, Ozías le condujo a su propia casa y ofreció un banquete a los ancianos. Y estuvieron invocando la ayuda del Dios de Israel durante toda la noche. Al día siguiente ordenó Holofernes a todo su ejército y a todos los pueblos que iban como tropas auxiliares mover el campo contra Betulia, ocupar los accesos de la montaña y comenzar las hostilidades contra los israelitas. El mismo día levantaron el campo todos los hombres de su ejército; el número de sus guerreros era de 120.000 infantes y 12.000 jinetes, sin contar los encargados del bagaje y la gran cantidad de hombres que iban a pie con ellos. Acamparon en el valle que hay cerca de Betulia, junto a la fuente, y se desplegaron en profundidad desde Dotán hasta Belbáin, y en longitud desde Betulia hasta Kiamón, que está frente a Esdrelón. Cuando los israelitas vieron su muchedumbre, quedaron sobrecogidos y se dijeron unos a otros: «Estos ahora van a arrasar toda la tierra y ni los montes más altos ni los barrancos ni las colinas podrán soportar su peso.» Tomó cada cual su equipo de guerra, encendieron hogueras en las torres y permanecieron sobre las armas toda aquella noche. Al segundo día, Holofernes hizo desfilar toda su caballería ante los israelitas que había en Betulia. Inspeccionó todas las subidas de la ciudad, reconoció las fuentes y las ocupó, dejando en ellas guarniciones de soldados; y él se volvió donde su ejército. Se acercaron entonces a él los príncipes de los hijos de Esaú, todos los jefes de los moabitas y los generales del litoral, y le dijeron: «Que nuestro señor escuche una palabra y no habrá ni un solo herido en tu ejército. Este pueblo de los israelitas no confía tanto en sus lanzas como en las alturas de los montes en que habitan. De hecho no es fácil escalar la cumbre de estos montes. «Por eso, señor, no pelees contra ellos en el orden de batalla acostumbrado, para que no caiga ni un solo hombre de los tuyos. Quédate en el campamento y conserva todos los hombres de tu ejército. Que tus siervos se apoderen de la fuente que brota en la falda de la montaña, porque de ella se abastecen todos los habitantes de Betulia. La sed los destruirá y tendrán que entregarte la ciudad. Nosotros y nuestro pueblo ocuparemos las alturas de los montes cercanos y acamparemos en ellas, vigilando para que no salga de la ciudad ni un solo hombre. Ellos, sus mujeres y sus hijos, serán consumidos por el hambre y, aun antes de que la espada les alcance, caerán tendidos por las plazas de su ciudad. Entonces les impondrás un duro castigo por haberse rebelado y no haber salido a tu encuentro en son de paz.» Parecieron bien estos consejos a Holofernes y a todos sus oficiales, y ordenó que se ejecutara lo que proponían. Se puso en marcha el ejército moabita, reforzado por 5.000 asirios, acamparon en el valle y se apoderaron de los depósitos de agua y de las fuentes de los israelitas. Los edomitas y ammonitas, por su parte, acamparon en el monte, frente a Dotán, y enviaron destacamentos hacia el sur y el este, frente a Egrebel, que está al lado de Jus, sobre el torrente Mojmur. El resto del ejército asirio quedó acampado en la llanura y cubría toda la superficie del suelo. Sus tiendas y bagajes formaban un campamento inmenso, porque eran una enorme muchedumbre. Clamaron los israelitas al Señor su Dios, pues su ánimo empezaba a flaquear, viendo que el enemigo les había cercado y cortado toda retirada. 34 días estuvieron cercados por todo el ejército asirio, infantes, carros y jinetes. A todos los habitantes de Betulia se les acabaron las reservas de agua; las cisternas se agotaron; ni un solo día podían beber a satisfacción, porque se les daba el agua racionada. Los niños aparecían abatidos, las mujeres y los adolescentes desfallecían de sed y caían en las plazas y a las salidas de las puertas de la ciudad, faltos de fuerzas. Todo el pueblo, los adolescentes, las mujeres y los niños, se reunieron en torno a Ozías y a los jefes de la ciudad y clamaron a grandes voces, diciendo delante de los ancianos: «Juzgue Dios entre nosotros y vosotros, pues habéis cometido una gran injusticia contra nosotros, por no haber hecho tentativas de paz con los asirios. Y ahora no hay nadie que pueda valernos. Dios nos ha vendido en sus manos, para sucumbir ante ellos de sed y destrucción total. Llamadles ahora mismo y entregad toda la ciudad al saqueo de la gente de Holofernes y de todo su ejército. Mejor nos es convertirnos en botín suyo. Seremos sus esclavos, pero salvaremos la vida y no tendremos que ver cómo, a nuestros ojos, se mueren nuestros niños y expiran nuestras mujeres y nuestros hijos. Os conjuramos por el cielo y por la tierra, y por nuestro Dios, Señor de nuestros padres, que nos ha castigado por nuestros pecados, y por los pecados de nuestros padres, que cumpláis ahora mismo nuestros deseos.» Y toda la asamblea, a una, prorrumpió en gran llanto y clamaron, a grandes voces, al Señor Dios. Ozías les dijo: «Tened confianza, hermanos; resistamos aún cinco días, y en este tiempo el Señor Dios nuestro volverá su compasión hacia nosotros, porque no nos ha de abandonar por siempre. Pero si pasan estos días sin recibir ayuda cumpliré vuestros deseos.» Y despidió a la gente, cada cual a su puesto. Los hombres fueron a las murallas y torres de la ciudad, y a las mujeres y niños los enviaron a casa. Había en la ciudad un gran abatimiento. Se enteró entonces de ello Judit, hija de Merarí, hijo de Ox, hijo de José, hijo de Oziel, hijo de Elcías, hijo de Ananías, hijo de Gedeón, hijo de Rafaín, hijo de Ajitob, hijo de Elías, hijo de Jilquías, hijo de Eliab, hijo de Natanael, hijo de Salamiel, hijo de Sarasaday, hijo de Israel. Su marido Manasés, de la misma tribu y familia que ella, había muerto en la época de la recolección de la cebada. Estaba, en efecto, en el campo, vigilando a los que ataban las gavillas, y le dio una insolación a la cabeza, cayó en cama y vino a morir en su ciudad de Betulia. Fue sepultado junto a sus padres, en el campo que hay entre Dotán y Balamón. Judit llevaba ya tres años y cuatro meses viuda, viviendo en su casa. Se había hecho construir un aposento sobre el terrado de la casa, se había ceñido de sayal y se vestía vestidos de viuda; ayunaba durante toda su viudez, a excepción de los sábados y las vigilias de los sábados, los novilunios y sus vigilias, las solemnidades y los días de regocijo de la casa de Israel. Era muy bella y muy bien parecida. Su marido Manasés le había dejado oro y plata, siervos y siervas, ganados y campos, quedando ella como dueña, y no había nadie que pudiera decir de ella una palabra maliciosa, porque tenía un gran temor de Dios. Oyó, pues, Judit las amargas palabras que el pueblo había dicho contra el jefe de la ciudad, pues habían perdido el ánimo ante la escasez de agua. Supo también todo cuanto Ozías les había respondido y cómo les había jurado que entregaría la ciudad a los asirios al cabo de cinco días. Entonces, mandó llamar a Jabrís y Jarmís, ancianos de la ciudad, por medio de la sierva que tenía al frente de su hacienda. Vinieron y ella les dijo: «Escuchadme, jefes de los moradores de Betulia. No están bien las palabras que habéis pronunciado hoy delante del pueblo, cuando habéis interpuesto entre Dios y vosotros un juramento, asegurando que entregaríais la ciudad a nuestros enemigos si en el plazo convenido no os enviaba socorro el Señor. ¿Quiénes sois vosotros para permitiros hoy poner a Dios a prueba y suplantar a Dios entre los hombres? ¡Así tentáis al Señor Onmipotente, vosotros que nunca llegaréis a comprender nada! Nunca llegaréis a sondear el fondo del corazón humano ni podréis apoderaros de los pensamientos de su inteligencia, pues ¿Cómo vais a escrutar a Dios que hizo todas las cosas, conocer su inteligencia y comprender sus pensamientos? No, hermanos, no provoquéis la cólera del Señor, Dios nuestro. Si no quiere socorrernos en el plazo de cinco días, tiene poder para protegernos en cualquier otro momento, como lo tiene para aniquilarnos en presencia de nuestros enemigos. Pero vosotros no exijáis garantías a los designios del Señor nuestro Dios, porque Dios no se somete a las amenazas como un hombre ni se le marca, como a un hijo de hombre, una línea de conducta. Pidámosle más bien que nos socorra, mientras esperamos confiadamente que nos salve. Y Él escuchará nuestra súplica, si le place hacerlo. «Verdad es que no hay en nuestro tiempo ni en nuestros días tribu, familia, pueblo o ciudad de las nuestras que se postre ante dioses hechos por mano de hombre, como sucedió en otros tiempos, en castigo de lo cual fueron nuestros padres entregados a la espada y al saqueo, y sucumbieron desastradamente ante sus enemigos. Pero nosotros no conocemos otro Dios que Él, y en esto estriba nuestra esperanza de que no nos mirará con desdén ni a nosotros ni a ninguno de nuestra raza. «Porque si de hecho se apoderan de nosotros, caerá todo Judea; nuestro santuario será saqueado y nosotros tendremos que responder de esta profanación con nuestra propia sangre. La muerte de nuestros hermanos, la deportación de esta tierra y la devastación de nuestra heredad, caerá sobre nuestras cabezas, en medio de las naciones en que estemos como esclavos y seremos para nuestros amos escarnio y mofa, ya que nuestra esclavitud no concluiría en benevolencia, sino que el Señor nuestro Dios la convertiría en deshonra. Ahora, pues, hermanos, mostremos a nuestros hermanos que su vida depende de nosotros y que sobre nosotros se apoyan las cosas sagradas, el Templo y el altar. «Por todo esto, debemos dar gracias al Señor nuestro Dios que ha querido probarnos como a nuestros padres. Recordad lo que hizo con Abraham, las pruebas por que hizo pasar a Isaac, lo que aconteció a Jacob en Mesopotamia de Siria, cuando pastoreaba los rebaños de Labán, el hermano de su madre. Como les puso a ellos en el crisol para sondear sus corazones, así el Señor nos hiere a nosotros, los que nos acercamos a él, no para castigarnos, sino para amonestarnos.» Ozías respondió: «En todo cuanto has dicho, has hablado con recto juicio y nadie podrá oponerse a tus razones, ya que no has empezado hoy a dar muestras de tu sabiduría, sino que de antiguo conoce todo el pueblo tu inteligencia y la bondad de los pensamientos que forma tu corazón. Pero el pueblo padecía gran sed y nos obligaron a pronunciar aquellas palabras, y a comprometernos con un juramento que no podemos violar. Ahora, pues, tú que eres una mujer piadosa, pide por nosotros al Señor que envíe lluvia para llenar nuestras cisternas, y así no nos veamos acabados.» Respondió Judit: «Escuchadme. Voy a hacer algo que se transmitirá de generación en generación entre los hijos de nuestra raza. Estad esta noche a la puerta de la ciudad. Yo saldré con mi sierva y antes del plazo que os habéis fijado para entregar la ciudad a nuestros enemigos, visitará el Señor a Israel por mi mano. No intentéis averiguar lo que quiero hacer, pues no lo diré hasta no haberlo cumplido.» Ozías y los jefes le dijeron: «Vete en paz y que el Señor Dios te preceda para tomar venganza de nuestros enemigos.» Y dejando el aposento, regresaron a sus puestos. Cayó Judit, rostro en tierra, echó ceniza sobre su cabeza, dejó ver el sayal que tenía puesto y, a la misma hora en que se ofrecía en Jerusalén, en la Casa de Dios, el incienso de aquella tarde, clamó al Señor en alta voz diciendo: Señor, Dios de mi padre Simeón, a quien diste una espada para vengarse de extranjeros que habían soltado el ceñidor de una virgen para mancha, que desnudaron sus caderas para vergüenza y profanaron su seno para deshonor; pues tú dijiste: «Eso no se hace», y ellos lo hicieron. Por eso entregaste sus jefes a la muerte y su lecho, rojo de vergüenza por su engaño, lo dejaste engañado hasta la sangre. Castigaste a los esclavos con los príncipes, a los príncipes con los siervos. Entregaste al saqueo a sus mujeres, sus hijas al destierro, todos sus despojos en reparto para tus hijos amados, que se habían encendido de tu celo, y tuvieron horror a la mancha hecha a su sangre y te llamaron en su ayuda. ¡Oh Dios, mi Dios, escucha a esta viuda! Tú que hiciste las cosas pasadas, las de ahora y las venideras, que has pensado el presente y el futuro; y sólo sucede lo que tú dispones, y tus designios se presentan y te dicen: «Aquí estamos!» Pues todos tus caminos están preparados y tus juicios de antemano previstos. Mira, pues, a los asirios que juntan muchas fuerzas, orgullosos de sus caballos y jinetes, engreídos por la fuerza de sus infantes, fiados en sus escudos y en sus lanzas, en sus arcos y en sus hondas, y no han reconocido que tú eres el Señor, quebrantador de guerras. Tu Nombre es «¡Señor!» ¡Quebranta su poder con tu fuerza! ¡Abate su poderío con tu cólera!, pues planean profanar tu santuario, manchar la Tienda en que reposa la Gloria de tu Nombre, y derribar con fuerza el cuerno de tu altar. Mira su altivez, y suelta tu ira sobre sus cabezas; da a mi mano de viuda fuerza para lo que he proyectado. Hiere al esclavo con el jefe, y al jefe con su siervo, por la astucia de mis labios. Abate su soberbia por mano de mujer. No está en el número tu fuerza ni tu poder en los valientes, sino que eres el Dios de los humildes, el defensor de los pequeños, apoyo de los débiles, refugio de los desvalidos, salvador de los desesperados. ¡Sí, sí! Dios de mi padre y Dios de la herencia de Israel, Señor de los cielos y la tierra, Creador de las aguas, Rey de toda tu creación, ¡Escucha mi plegaria! Dame una palabra seductora para herir y matar a los que traman duras decisiones contra tu alianza, contra tu santa Casa y contra el monte Sión y la casa propiedad de tus hijos. Haz conocer a toda nación y toda tribu que tú eres Yahveh, Dios de todo poder y toda fuerza, y que no hay otro protector fuera de ti para la estirpe de Israel. Acabada su plegaria al Dios de Israel, y dichas todas estas palabras, se levantó Judit del suelo, llamó a su sierva y bajando a la casa donde pasaba los sábados y solemnidades, se quitó el sayal que vestía, se desnudó de sus vestidos de viudez, se baño toda, se ungió con perfumes exquisitos, se compuso la cabellera poniéndose una cinta, y se vistió los vestidos que vestía cuando era feliz, en vida de su marido Manasés. Se calzó las sandalias, se puso los collares, brazeletes y anillos, sus pendientes y todas sus joyas, y realzó su hermosura cuanto pudo, con ánimo de seducir los ojos de todos los hombres que la viesen. Luego dio a su sierva un odre de vino y un cántaro de aceite, llenó una alforja con harina de cebada, tortas de higos y panes puros, empaquetó las provisiones y se lo entregó igualmente a su sierva. Luego se dirigieron a la puerta de la ciudad, de Betulia, donde se encontraron con Ozías y con Jabrís y Jarmís, ancianos de la ciudad. Cuando vieron a Judit con el rostro transformado y mudada de vestidos, se quedaron maravillados de su extremada hermosura y le dijeron: «¡Que el Dios de nuestros padres te haga alcanzar favor y dé cumplimiento a tus designios, para gloria de los hijos de Israel y exaltación de Jerusalén!» Ella adoró a Dios y les dijo: «Mandad que me abran la puerta de la ciudad para que vaya a poner por obra los deseos de que me habéis hablado.» Ellos mandaron a los jóvenes que le abrieran, tal como lo pedía. Así lo hicieron ellos, y salió Judit con su sierva. Los hombres de la ciudad la siguieron con la mirada mientras descendía por la ladera, hasta que llegó al valle; y allí la perdieron de vista. Avanzaron ellas a derecho por el valle, hasta que le salió al encuentro una avanzada de los asirios, que la detuvieron y preguntaron: «¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿A dónde vas?» Ella respondió: «Hija de hebreos soy y huyo de ellos, porque están a punto de ser devorados por vosotros. Vengo a presentarme ante Holofernes, jefe de vuestro ejército, para hablarle con sinceridad y mostrarle un camino por el que pueda pasar para adueñarse de toda la montaña, sin que perezca ninguno de sus hombres y sin que se pierda una sola vida». Oyéndola hablar aquellos hombres, y viendo la admirable hermosura de su rostro, le dijeron: «Has salvado tu vida con tu decisión de bajar a presentarte ante nuestro señor. Dirígete a su tienda, que algunos de los nuestros te acompañarán hasta ponerte en sus manos. Cuando estés en su presencia, no tengas miedo; anúnciale tus propósitos y él se portará bien contigo.» Y eligieron entre ellos cien hombres que le dieran escolta a ella y a su sierva y las llevaran hasta la tienda de Holofernes. Habiéndose corrido por todas las tiendas la noticia de su llegada, concurrió la gente del campamento, que hicieron corro en torno a ella, mientras esperaba, fuera de la tienda, que la anunciasen a Holofernes. Se quedaban admirados de su belleza y, por ella, admiraban a los israelitas, diciéndose unos a otros: «¿Quién puede menospreciar a un pueblo que tiene mujeres como ésta? ¡Sería un error dejar con vida a uno solo de ellos, porque los que quedaran, serían capaces de engañar a toda la tierra!» Salieron, pues, los de la escolta personal de Holofernes y todos sus servidores y la introdujeron en la tienda. Estaba Holofernes descansando en su lecho, bajo colgaduras de oro y púrpura recamadas de esmeraldas y piedras preciosas. Se la anunciaron y él salió hasta la entrada de la tienda, precedido de lámparas de plata. Cuando Judit llegó ante Holofernes y sus ministros, todos se maravillaron de la hermosura de su rostro. Cayó ella rostro en tierra y se postró ante él, pero los siervos la levantaron. Holofernes le dijo: «Ten confianza, mujer, no tengas miedo, porque yo ningún mal hago a quien se decide a servir a Nabucodonosor, rey de toda la tierra. Tampoco contra tu pueblo de la montaña habría alzado yo mi lanza, si ellos no me hubieran despreciado; pero ellos mismos lo han querido. Dime ahora por qué razón huyes de ellos y te pasas a nosotros. Desde luego, al venir aquí te has salvado. Ten confianza; vivirás esta noche y las restantes. Nadie te hará ningún mal; serás bien tratada, como se hace con los siervos de mi señor, el rey Nabucodonosor.» Respondió Judit: «Acoge las palabras de tu sierva, y que tu sierva pueda hablar en tu presencia. Ninguna falsedad diré esta noche a mi señor. Si te dignas seguir los consejos de tu sierva, Dios actuará contigo hasta el fin y mi señor no fracasará en sus proyectos. ¡Viva Nabucodonosor, rey de toda la tierra y viva su poder que te ha enviado para poner en el recto camino a todo viviente!; porque gracias a ti no le sirven tan sólo los hombres, sino que, por medio de tu fuerza, hasta las fieras salvajes, los ganados y las aves del cielo viven para Nabucodonosor y para toda su casa. «Nosotros, en efecto, hemos oído hablar de tu sabiduría y de la prudencia de tu espíritu, y se dice por toda la tierra que tú eres el mejor en todo el reino, de profundos conocimientos y admirable como estratega. Por lo que se refiere al discurso que Ajior pronunció en tu Consejo, nosotros hemos oído sus mismas palabras, pues los hombres de Betulia le han salvado y él les refirió todo lo que te dijo. Acerca de esto, dueño y señor, no desestimes sus palabras; ténlas bien presentes, porque responden a la verdad. Pues muestra raza no recibe castigo ni la espada tiene poder sobre ellos, si no han pecado contra su Dios. Pero precisamente para que mi señor no se vea rechazado y con las manos vacías, la muerte va a caer sobre sus cabezas. Han caído en un pecado con el que provocan la cólera de su Dios cada vez que cometen tal desorden. En vista de que se les acaban los víveres y escasea el agua, han deliberado echar mano de sus ganados y están ya decididos a consumir todo aquello que su Dios, por sus leyes, les ha prohibido comer. Han decidido, igualmente, consumir las primicias del trigo y el diezmo del vino y del aceite que habían reservado, porque están consagrados a los sacerdotes que están en la presencia de nuestro Dios, en Jerusalén, y que ningún laico puede ni tan siquiera tocar con la mano. Han enviado mensajeros a Jerusalén (cuyos habitantes hacen estas mismas cosas) para recabar del Consejo de Ancianos los permisos. Y en cuanto les sea concedido y lo realicen, en ese mismo momento te serán entregados para su destrucción. Cuando yo, tu esclava, supe todo esto, huí de ellos. Mi Dios me ha enviado para que yo haga contigo cosas de que se pasmará toda la tierra y todos cuantos las oigan. Porque tu esclava es piadosa y sirve noche y día al Dios del Cielo. Ahora, mi señor, quisiera quedarme a tu lado. Tu sierva saldría por las noches hacia el barranco, para suplicar a mi Dios y Él me dirá cuándo han cometido su pecado. Yo vendré a comunicártelo y entonces tú saldrás con todo tu ejército y ninguno de ellos podrá resistirte. Yo te guiaré por medio de Judea hasta llegar a Jerusalén y haré que te asientes en medio de ella. Tú los llevarás como rebaño sin pastor, y ni un perro ladrará contra ti. He tenido el presentimiento de todo esto; me ha sido anunciado y he sido enviada para comunicártelo.» Agradaron estas palabras a Holofernes y a todos sus servidores, que estaban admirados de su sabiduría, y dijeron: «De un cabo al otro del mundo, no hay mujer como ésta, de tanta hermosura en el rostro y tanta sensatez en las palabras.» Holofernes le dijo: «Bien ha hecho Dios en enviarte por delante de tu pueblo, para que esté en nuestras manos el poder, y en manos de los que han despreciado a mi señor, la ruina. Por lo demás, eres tan bella de aspecto como prudente en tus palabras. Si haces lo que has prometido, tu Dios será mi Dios, vivirás en el palacio del rey Nabucodonosor y serás famosa en toda la tierra.» Mandó luego que la introdujeran donde tenía su vajilla y ordenó que le sirvieran de sus propios manjares y le dieran a beber de su propio vino. Pero Judit dijo: «No debo comer esto, para que no me sea ocasión de falta. Se me dará de las provisiones que traje conmigo.» Holofernes le dijo: «Cuando se te acaben las cosas que tienes, ¿De dónde podremos traerte otras iguales? Porque no hay nadie de los tuyos con nosotros.» Respondió Judit: «Por tu vida, mi señor; que, antes que tu sierva haya consumido lo que traje, cumplirá el Señor, por mi mano, sus designios.» Los siervos de Holofernes la condujeron a la tienda, y ella durmió hasta media noche. Al acercarse la vigilia de la aurora, se levantó, y envió a decir a Holofernes: «Ordene mi señor que se dé a tu sierva permiso para salir a orar.» Holofernes ordenó a su escolta que no se lo impidieran. Judit permaneció tres días en el campamento. Cada noche se dirigía hacia el barranco de Betulia y se lavaba en la fuente donde estaba el puesto de guardia. A su regreso, suplicaba al Señor, Dios de Israel, que diese buen fin a sus proyectos para exaltación de los hijos de su pueblo. Y, ya purificada, entraba en la tienda y allí permanecía hasta que le traían su comida de la tarde. Al cuarto día, dio Holofernes un banquete exclusivamente para sus oficiales; no invitó a ninguno de los encargados de los servicios. Dijo, pues, a Bagoas, el eunuco que tenía al frente de sus negocios: «Trata de persuadir a esa mujer hebrea que tienes contigo, que venga a comer y beber con nosotros. Sería una vergüenza para nosotros que dejáramos marchar a tal mujer sin habernos entretenido con ella. Si no somos capaces de atraerla, luego hará burla de nosotros.» Salió Bagoas de la presencia de Holofernes, entró en la tienda de Judit y dijo: «Que esta bella esclava no se niegue a venir donde mi señor, para ser honrada en su presencia, para beber vino alegremente con nosotros y ser, en esta ocasión, como una de las hijas de los asirios que viven en el palacio de Nabucodonosor.» Judit le respondió: «¿Quién soy yo para oponerme a mi señor? Haré prontamente todo cuanto le agrade y ello será para mí motivo de gozo mientras viva.» Después se levantó y se engalanó con sus vestidos y todos sus ornatos femeninos. Se adelantó su sierva para extender en tierra, frente a Holofernes, los tapices que había recibido de Bagoas para el uso cotidiano, con el fin de que pudiera tomar la comida reclinada sobre ellos. Entrando luego Judit, se reclinó. El corazón de Holofernes quedó arrebatado por ella, su alma quedó turbada y experimentó un violento deseo de unirse a ella, pues desde el día que la vio, andaba buscando ocasión de seducirla. Díjole Holofernes: «¡Bebe, pues, y comparte la alegría con nosotros!» Judit respondió: «Beberé señor; pues nunca, desde el día en que nací, nunca estimé en tanto mi vida como ahora.» Y comió y bebió, frente a él, sirviéndose de las provisiones que su sierva había preparado. Holofernes, que se hallaba bajo el influjo de su encanto, bebió vino tan copiosamente como jamás había bebido en todos los días de su vida. Cuando se hizo tarde, sus oficiales se apresusaron a retirarse y Bagoas cerró la tienda por el exterior, después de haber apartado de la presencia de su señor a los que todavía quedaban; y todos se fueron a dormir, fatigados por el exceso de bebida; quedaron en la tienda tan sólo Judit y Holofernes, desplomado sobre su lecho y rezumando vino. Judit había mandado a su sierva que se quedara fuera de su dormitorio y esperase a que saliera, como los demás días. Porque, en efecto, ella había dicho que saldría para hacer su oración y en este mismo sentido había hablado a Bagoas. Todos se habían retirado; nadie ni grande ni pequeño, quedó en el dormitorio. Judit, puesta de pie junto al lecho, dijo en su corazón: «¡Oh Señor, Dios de toda fuerza! Pon los ojos, en esta hora, a la empresa de mis manos para exaltación de Jerusalén. Es la ocasión de esforzarse por tu heredad y hacer que mis decisiones sean la ruina de los enemigos que se alzan contra nosotros.» Avanzó, después, hasta la columna del lecho que estaba junto a la cabeza de Holofernes, tomó de allí su cimitarra, y acercándose al lecho, agarró la cabeza de Holofernes por los cabellos y dijo: «¡Dame fortaleza, Dios de Israel, en este momento!» Y, con todas sus fuerzas, le descargó dos golpes sobre el cuello y le cortó la cabeza. Después hizo rodar el tronco fuera del lecho, arrancó las colgaduras de las columnas y saliendo entregó la cabeza de Holofernes a su sierva, que la metió en la alforja de las provisiones. Luego salieron las dos juntas a hacer la oración, como de ordinario, atravesaron el campamento, contornearon el barranco, subieron por el monte de Betulia y se presentaron ante las puertas de la ciudad. Judit gritó desde lejos a los centinelas de las puertas: «¡Abrid, abrid la puerta! El Señor, nuestro Dios, está con nosotros para hacer todavía hazañas en Israel y mostrar su poder contra nuestros enemigos, como lo ha hecho hoy mismo.» Cuando los hombres de la ciudad oyeron su voz, se apresuraron a bajar a la puerta y llamaron a los ancianos. Acudieron todos corriendo, desde el más grande al más chico, porque no tenían esperanza de que ella volviera; abrieron, pues, la puerta, las recibieron, y encendiendo una hoguera para que se pudiera ver, hicieron corro en torno a ellas. Judit, con fuerte voz, les dijo: «¡Alabad a Dios, alabadle! Alabad a Dios, que no ha apartado su misericordia de la casa de Israel, sino que esta noche ha destrozado a nuestros enemigos por mi mano.» Y sacando de la alforja la cabeza, se las mostró, diciéndoles: «Mirad la cabeza de Holofernes, jefe supremo del ejército asirio, y mirad las colgaduras bajo las cuales se acostaba en su borrachera. ¡El Señor le ha herido por mano de mujer! ¡Vive el Señor!, el que me ha guardado en el camino que emprendí, que fue seducido, para perdición suya, por mi rostro, pero no ha cometido conmigo ningún pecado que me manche o me deshonre.» Todo el pueblo quedó lleno de estupor y postrándose adoraron a Dios y dijeron a una: «¡Bendito seas, Dios nuestro, que has aniquilado el día de hoy a los enemigos de tu pueblo!» Ozías dijo a Judit: «¡Bendita seas, hija del Dios Altísimo más que todas las mujeres de la tierra! Y bendito sea Dios, el Señor, Creador del cielo y de la tierra, que te ha guiado para cortar la cabeza del jefe de nuestros enemigos. Jamás tu confianza faltará en el corazón de los hombres que recordarán la fuerza de Dios eternamente. Que Dios te conceda, para exaltación perpetua, el ser favorecida con todos los bienes, porque no vacilaste en exponer tu vida a causa de la humillación de nuestra raza. Detuviste nuestra ruina procediendo rectamente ante nuestro Dios.» Todo el pueblo respondió: «¡Amén, amén!» Judit les dijo: «Escuchadme, hermanos; tomad esta cabeza y colgadle en el saliente de nuestras murallas; y apenas despunte el alba y salga el Sol sobre la tierra, empuñaréis cada uno vuestras armas y saldréis fuera de la ciudad todos los hombres capaces. Que se ponga uno al frente, como si intentarais bajar a la llanura, contra la avanzada de los asirios. Pero no bajéis. Los asirios tomarán sus armas y marcharán a su campamento para despertar a los jefes del ejército de Asiria. Correrán a la tienda de Holofernes, pero al no dar con él, quedarán aterrorizados y huirán ante vosotros. Entonces, vosotros y todos los habitantes del territorio de Israel, saldréis en su persecución y los abatiréis en la retirada. «Pero antes, traed aquí a Ajior el ammonita, para que vea y reconozca al que despreciaba a la casa de Israel, al que le envió a nosotros como destinado a la muerte.» Hicieron, pues, venir a Ajior desde la casa de Ozías. Al llegar y ver que uno de los hombres de la asamblea del pueblo tenía en la mano la cabeza de Holofernes, cayó al suelo, desvanecido. Cuando le reanimaron, se echó a los pies de Judit, se postró ante ella y dijo: «¡Bendita seas en todas las tiendas de Judá y en todas las naciones que, cuando oigan pronunciar tu nombre, se sentirán turbadas!» «Y ahora, cuéntame lo que has hecho durante este tiempo.» Judit le contó, en medio del pueblo, todo cuanto había hecho, desde que salió hasta el momento en que les estaba hablando. Cuando hubo acabado su relato, todo el pueblo lanzó grandes aclamaciones y en toda la ciudad resonaron los gritos de alegría. Ajior, por su parte, viendo todo cuanto había hecho el Dios de Israel, creyó en él firmemente, se hizo circuncidar y quedó anexionado para siempre a la casa de Israel. Apenas despuntó el alba, colgaron de la muralla la cabeza de Holofernes, tomaron las armas todos los hombres de Israel y salieron, por grupos, hacia las subidas. Al verlos los asirios, communicaron la novedad a sus oficiales, y éstos la fueron comunicando a sus estrategas y comandantes y a todos sus jefes, hasta llegar a la tienda de Holofernes. Dijeron, pues, a su intendente general: «Despierta a nuestro señor, porque esos esclavos tienen la osadía de bajar a combatir contra nosotros, para hacerse exterminar completamente.» Entró, pues, Bagoas y dio palmadas ante la cortina de la tienda, porque suponía que Holofernes estaría durmiendo con Judit. Como nadie respondía, apartó la cortina, entró en el dormitorio, y lo encontró tendido sobre el umbral muerto y decapitado. Dio entonces una gran voz, con gemido y llanto y fuertes alaridos, al tiempo que rasgaba sus vestiduras. Entró luego en la tienda en que se había aposentado Judit, y al no verla, se precipitó hacia la tropa gritando: «¡Esas esclavas eran unas pérfidas! Una sola mujer hebrea ha llenado de vergüenza la casa del rey Nabucodonosor. ¡Mirad a Holofernes, derribado en tierra y decapitado!» Cuando los jefes del ejército asirio oyeron estas palabras, su ánimo quedó turbado hasta el extremo, rasgaron sus túnicas y lanzaron grandes gritos y voces por todo el campamento. Al oírlo los del campamento, quedaron estupefactos; fueron presa de terror pánico y nadie ya fue capaz de mantenerse al lado de sus compañeros: huyeron todos a la desbandada, por todos los caminos, por la llanura y la montaña. También los que estaban acampados en la altura, sitiando a Betulia, se dieron a la fuga; entonces, todos los hombres de guerra de Israel cayeron sobre ellos. Ozías mandó aviso a Betomestáin, a Bebé, Jobá y Kolá, y a toda la montaña de Israel, dando noticia de cuanto había pasado, para que todos se arrojaran sobre los enemigos y los exterminaran. Cuando los israelitas lo supieron, todos, como un solo hombre, se lanzaron sobre los asirios y los batieron hasta Jobá. También acudieron los de Jerusalén y los de la montaña, porque también a ellos se les dio noticia de lo sucedido en el campo enemigo; de igual modo, los de Galaad y Galilea, atacándoles de flanco, les hicieron enorme estrago hasta que pudieron refugiarse en Damasco y su región. En cuanto a los demás habitantes de Betulia, cayeron sobre el campamento asirio, le saquearon y obtuvieron grandes riquezas. Los israelitas, de vuelta de la matanza, se hicieron dueños del resto; también los de las aldeas y granjas de la montaña y del llano obtuvieron gran botín, porque había una abundancia incalculable. El sumo sacerdote Yoyaquim, con el Consejo de Ancianos de Israel y los habitantes de Jerusalén, vinieron a contemplar los bienes que el Señor había hecho a Israel, y a ver y saludar a Judit. En llegando a su presencia, todos a una voz la bendijeron diciendo: «Tú eres la exaltación de Jerusalén, tú el gran orgullo de Israel, tú la suprema gloria de nuestra raza. Al hacer todo esto por tu mano has procurado la dicha de Israel y Dios se ha complacido en lo que has hecho. Bendita seas del Señor Omnipotente por siglos infinitos.» Y todo el pueblo respondió: «¡Amén!» Todo el pueblo estuvo recogiendo botín del campamento durante treinta días; dieron a Judit la tienda de Holofernes, con toda su vajilla de plata, sus divanes, sus vasijas y todo su mobiliario. Ella lo tomó y lo cargó sobre su mula, preparó sus carros y los amontonó todo encima. Todas las mujeres de Israel acudieron para verla y la bendecían danzando en coro. Judit tomaba tirsos con la mano y los distribuía entre las mujeres que estaban a su lado. Ellas y sus acompañantes se coronaron con coronas de olivo; después, dirigiendo el coro de las mujeres, se puso danzando a la cabeza de todo el pueblo. La seguían los hombres de Israel, armados de sus armas, llevando coronas y cantando himnos. Judit entonó, en medio de todo Israel, este himno de acción de gracias y todo el pueblo repetía sus alabanzas: ¡Alabad a mi Dios con tamboriles, elevad cantos al Señor con címbalos, ofrecedle los acordes de un salmo de alabanza, ensalzad e invocad su Nombre! Porque el Señor es un Dios quebrantador de guerras, porque en sus campos, en medio de su pueblo me arrancó de la mano de mis perseguidores. Vinieron los asirios de los montes del norte, vinieron con tropa innumerable; su muchedumbre obstruía los torrentes, y sus caballos cubrían las colinas. Hablaba de incendiar mis tierras, de pasar mis jóvenes a espada, de estrellar contra el suelo a los lactantes, de entregar como botín a mis niños y de dar como presa a mi doncellas. El Señor Omnipotente por mano de mujer los anuló. Que no fue derribado su caudillo por jóvenes guerreros ni le hirieron hijos de Titanes ni altivos gigantes le vencieron; le subyugó Judit, hija de Merarí, con sólo la hermosura de su rostro. Se despojó de sus vestidos de viudez, para exaltar a los afligidos de Israel; ungió su rostro de perfumes, prendió con una cinta sus cabellos, ropa de lino vistió para seducirle. La sandalia de ella le robó los ojos, su belleza cautivóle el alma ¡Y la cimitarra atravesó su cuello! Se estremecieron los persas por su audacia, se turbaron los medos por su temeridad. Entonces clamaron mis humildes, y ellos temieron; clamaron mis débiles y ellos quedaron aterrados; alzaron su voz éstos, y ellos se dieron a la fuga. Hijos de jovenzuelas los asaetearon, como a hijos de desertores los hirieron, perdieron en la batalla contra mi Señor. Cantaré a mi Dios un cantar nuevo: «¡Tú eres Grande, Señor, eres Glorioso, Admirable en Poder e Insuperable!» Sírvante a ti las criaturas todas, pues hablaste Tú y fueron hechas, enviaste tu Espíritu y las hizo, y nadie puede resitir tu Voz. Pues los montes, desde sus cimientos, serán sacudidos con las aguas; las rocas en tu presencia se fundirán como cera; pero con aquellos que te temen, te muestras Tú siempre propicio. Porque es muy poca cosa todo sacrificio de calmante aroma, y apenas es nada la grasa para serte ofrecida en holocausto. Mas quien teme al Señor será grande para siempre. ¡Ay de las naciones que se alzan contra mi raza! El Señor Omnipotente les dará el castigo en el día del juicio. Entregará sus cuerpos al fuego y a los gusanos, y gemirán en dolor eternamente. Cuando llegaron a Jerusalén, adoraron a Dios, y una vez purificado el pueblo, ofrecieron sus holocaustos, sus ofrendas voluntarias y sus regalos. Judit ofreció todo el mobiliario de Holofernes, que el pueblo le había concedido, y entregó a Dios en anatema las colgaduras que ella misma había tomado del dormitorio de Holofernes. Durante tres meses permaneció el pueblo en Jerusalén, celebrando festejos delante del santuario. También Judit estaba presente. Pasados aquellos días, se volvió cada uno a su heredad. Judit regresó a Betulia, donde vivió disfrutando de su hacienda; fue en su tiempo muy famosa en toda aquella tierra. Muchos la pretendieron, pero ella no tuvo relaciones con ningún hombre en toda su vida, desde que su marido Manasés murió y fue a reunirse con su pueblo. Vivió hasta la avanzada edad de 105 años, transcurriendo su ancianidad en casa de su marido. A su sierva le concedió la libertad. Murió en Betulia y fue sepultada en la caverna de su marido Manasés. La casa de Israel la lloró durante siete días. Antes de morir, distribuyó su hacienda entre los parientes de su marido Manasés y entre sus propios parientes. Nadie ya atemorizó a los israelitas mientras vivió Judit ni en mucho tiempo después de su muerte.